martes, 1 de abril de 2008

La turbina del Bell 205

Estábamos en el Centro de Formación Aeronáutica de la Paperera en Vilanova, a la espera de una rueda de prensa de la Consellera del Treball. Detrás de mí había una turbina que era exhibida como un corazón disecado, tenía algo de familiar aunque así, sin su fuselaje, demoré un rato en identificarla. Me recordó a un viejo amigo de esos que te sorprende por el hombro, “a que no me reconoces”, y entonces leí la etiqueta: “BELL 205”.


Después de tantos años, cuando en alguna parte escucho el sonido del UH-1H, el Bell 205 “Huey”, se me eriza la piel.

La primera vez que me monté en ese helicóptero, estaba ajustándome el arnés y el piloto encendió la turbina, una parecida a esta, que ahora luce tan calladita. Primero es un silbido que se transforma en el rugido de una licuadora gigantesca que va in crescendo, enseguida la vibración de la aeronave se apodera de toda la tripulación. Esa primera vez y las siguientes, al escuchar esa máquina sentía miedo y excitación, apretaba el estómago, el culo, los dientes, no sabía si temblaban mis manos o era tan sólo esa vibración y claro, al mirarnos entre los compañeros del Víctor sólo exhibíamos nuestra sonrisota de astronauta de “¿¡quien dijo miedo!?”.

El sonido del rotor principal, ese “TOCOTOCOTOCO” inconfundible que sólo tienen los “Huey” no hacía más que recordarte que la cosa va en serio, que volaríamos por encima de la selva y una vez llegado al punto, se lanzarían las cuerdas, nos colocaríamos en posición y descenderíamos sobre los copos de los árboles. Una vez en tierra, la soledad nos invadía conforme sentíamos alejarse el helicóptero. O también estaba ese momento en que nos venían a buscar, y entonces en medio de ese silencio, confundido entre algún moscardón, poco a poco sobresalía el “tocotoCOTOCO” que nos apuraba a disparar una bengala para marcar nuestra posición.


Me vinieron también otros flashes, como cuando El UH-1H entraba a recogernos, con el rotor de cola rozando las ramas y el MHR, medio cuerpo fuera con el micro pegado a la boca, lanzándonos la escalera electrón. A veces había que subir los primeros peldaños a puro brazo con el equipo a cuestas, mirabas arriba y entre el remolino de viento caliente estaba la panza de la aeronave olorosa a combustible. En los entrenamientos nos advertían, “mejor que esa vaina no se apague durante un Hover, porque entonces el aparato les caerá encima como una máquina de escribir”. O esos momentos al entrar a bordo con la camilla, tragando tierra levantada por la turbulencia, mientras otras manos desde dentro recibían al paciente y una vez más, eras uno junto a la vibración de la máquina. Volví también a ese anochecer en Falcón, posados en una zona desértica para pasar la noche con la silueta de la aeronave bajo el cielo estrellado, parecíamos personajes de Saint-Exupéri. El Piloto quiso prepararse un café y colocó cerca de la turbina recién apagada una ollita para calentar agua. “Una vez freímos unos huevos, pero la sartén se derramó y casi acaba mal la gracia, con el revoltillo pegado al fuselaje”, nos confesó.

La última vez que volé en un Bell 205 fue durante el deslave de Vargas en Diciembre del 99, íbamos a baja altura sobre la zona de desastre, en un inmenso escenario de edificios y casas destruidas por la fuerza del agua, el olor a cadáver inundaba la cabina. Formábamos parte del operativo de búsqueda y rescate de sobrevivientes atrapados entre los escombros, evacuando a un gentío desde azoteas y helipuertos improvisados. Fue también mi última Emergencia como GRV, la más bestia, la de las pesadillas recurrentes, la de los ojos de la niña y los fantasmas. Durante el primer Brieffing en el aeropuerto habían más de 40 tripulaciones, civiles y militares que volaríamos al mismo tiempo. Chacón y yo nos miramos, con tantos helicópteros operando entre cables de alta tensión, ruinas y pánico colectivo, supimos que las probabilidades de accidentes serían demasiado altas. Creo que todos los allí presentes también lo pensarían, pero nadie dio un paso atrás cuando se encendieron las turbinas, miles de personas en Vargas esperaban con ansiedad el sonido de los helicópteros. Nos despedimos con"Sonrisotas de astronauta" para darnos ánimo, cada quien brincó a bordo de su nave y la pista aérea se convirtió en un auténtico ciclón, parecíamos un enjambre despegando de Maiquetía. Al final de esos días, murieron algunos amigos pilotos y estuvimos a puntito de perder a varios de los nuestros en Macuto. Viajábamos de regreso con las puertas abiertas, exhaustos, deprimidos y aturdidos, sentados en el suelo de lleno lodo y manchas de sangre. Nuestras piernas colgaban hacia fuera con las botas pisando el peldaño. A mis lados tenía a dos compañeros Víctor con la mirada perdida y el rostro seco. Vibrábamos en silencio junto al “TOCOTOCOTOCO...” que nos llevaba de regreso al aeropuerto.
De pronto escuché desde muy lejos “…Ahí viene la Consellera”, y volví de nuevo a la rueda de prensa en Vilanova. A veces creo que nunca me bajé de ese cacharro y aún en mis sueños sigo volando sobre la selva.